400K DE DOLOR
Hola: ángeles de mi corazón... Soy el cuenta cuentos de La Danza…
Esta vez subí al avión con el alma en un puño y en el otro, bien sujeta, la guitarra; por si había que morir cantando. Sabía bien que no era empresa nada fácil la inapelable osadía, por mi parte, de volar al país de sol naciente en estos momentos tan desgarradores e inestables. Pero allí estaba yo; dispuesto a lo que fuese... Algo dentro de mí me susurraba, muy bajito, que iba a ser un viaje muy tenso. Una prueba indeleble y provechosa para mi espíritu y sobre todo, inenarrable. Aunque olvidar lo malo es también tener buena memoria, voy a intentar no ser, en esta ocasión, desmemoriado y revivir con gran sufrimiento lo vivido, para poder plasmar lo mas fiel posible con la tinta, lo que mis ojos han oído y mis oídos visto.
Si no desahogo de una vez por todas lo que inevitablemente se ha ido acumulando entre mis vísceras, creo que voy explotar como un terremoto y, acabaría desbordándose la sangre de mi cuerpo por todos los orificios, incluidos los poros de mi piel, la punta de mis uñas, los filamentos de mi cabellera y de mis pestañas. Cuánto dolor, Dios. Cuánto dolor y desamparo…
Ya en el vuelo se respiraba un hálito de resignación entre los asistentes. Algo dulzón, parecido al olor que destilan los tanatorios, flotaba a baja altura envolviendo la cabina aérea, a la tripulación y a los pasajeros en un sudario de pena. Quizás, porque casi todos los intrépidos peregrinos, entre ellos, mi menda lerenda, teníamos compromisos inaplazables e inapelables, que nos convertían en los héroes de un viaje al mismísimo centro del terror.
A unos pasos de mi asiento, un hombre iba vestido durante todo el viaje de Santa Claus. Bueno, no estoy seguro de si iba vestido o era él de verdad en carne y huesos. Su edad indefinida. Sus ojillos risueños bajo unos anteojos redondos y pequeños para su gran cara, desafiaban con fiereza la gravedad al mismísimo borde de una nariz regordeta y colorada como un tomate. Su traje parecía tener mil años; en mi vida había visto uno mejor construido y más perfecto. Llevaba un zurrón blanco como la nieve del que iba sacando enseres variados, chocolates, caramelos, flores de papel, cartas en blanco, otras a medio escribir. De ese saco misterioso asomaban un sinfín de secretos y artilugios, que me dejaron sin palabras y consiguieron que la sonrisa y la esperanza no se apartaran de mí, ni del resto de los viajeros -casi ninguno europeo ni occidental, por cierto- durante todo el trayecto. Su barba y su pelo eran suyos; por supuesto que eran muy suyos… No podría describir exactamente ese color marfil-amarillento como la cera de un cirio pascual que adornaba largamente su cabeza imperial y su enorme cara de niño bueno. ¿De donde habrá salido este personaje? Esa era la pregunta general que nadie hacía. Él fue una premonición de lo que sería este periplo de sentires y amarguras. Claro, todos comprendíamos que él también viajaba a Sendai y que, además, llevaba un inmenso morral repleto de sonrisas, bálsamo tan necesario en estos momentos para un pueblo herido en lo más hondo de su pecho. La verdad sea dicha: fue divertido viajar con Papa Noel en una fecha inusual, sin ser Navidad. Seguro que tenía una misión muy especial para tener que trabajar fuera de época. Y con su fantasía, acabó quitando grilletes y angustia al asunto que nos embargaba. Aunque en este caso en vez de Renos, eran motores de hierro los que nos impulsaban a través de las estrellas…
Llegamos a Narita, que es como se llama el aeropuerto de la capital nipona. Jamás lo había visto tan vacío y tan poco iluminado y con menos extranjeros rodando enloquecidos por sus largos pasillos. Si hasta yo creí, por un momento, que tenía los ojos rajados cual japonés. Algo me olía mal, el aire acibarado y acre me inundó las fosas nasales y una fina y sospechosa lluvia nos acompaño hasta la salida. Era un día turbio, plomizo y cansino. Y, como en una corrida de toros, el reloj marcaba en vez de las cinco, las once de la mañana en punto.
En el trayecto hacia el hotel ya pude darme cuenta del cambio que se había producido en el país. La iluminación era escasa y contenida, hasta las enormes y apabullantes publicidades que decoran estaciones y avenidas a todo gas, estaban a media luz; como la canción. La gente andaba contraída, reservada, sin estridencias. Cariacontecidos aún. Esos días no quise ver noticia alguna que pudiera estar malhadada y me estropeara la visión real que me iba a proporcionar encontrarme con las cosas en directo y en vivo. Siempre sería una opinión mucho más fiel la mía.
Preparábamos la primera actuación benéfica en los parques del Emperador para más de tres mil personas. Y el trabajo, unido al desasosiego por encontrar un rescoldo de sueño que me fue robado en el trayecto de ida, fue pasando los días lentos y agónicos. Pero, hete aquí, una noche de esas de insomnio, la habitación 815 de un octavo piso en un hotel de papel y celofán, comenzó a temblar como un flan que se fuese a salir del plato. Un terremoto de seis grados nos visitaba traicioneramente a la una y cuarto de la madrugada, haciendo las delicias del pánico.
Se fue la luz y bajamos por las escaleras de emergencias a saltos. La policía y los bomberos nos retuvieron más de una hora a la intemperie, por mor del temor a las réplicas. Pero ya lo demás se queda en la historia y más cuando, a los pocos días, pude contemplar y comprobar la pura crueldad de un verdadero terremoto con mayúsculas. Comprendí que lo que en verdad pasó el 11 de marzo de 2011 sobre las 15:00 horas en Fukushima, era un ensayo del Armageddon en toda regla. Y lo que aquella noche peregrina me pasó a mí, no eran más que cosquillas de niños en la barriga.
Comenzó nuestro safari de escombros y muerte, y llegamos a la región de Fukushima, que es enorme y bella a más no poder. Ahora parecía una Madonna con la cara cruzada por un azote del maligno. Entre valles verdes y boscosos, llenos de una vida y una pureza sin igual, se encuentra esta hermosísima región que desemboca en el Pacífico; bendito sea el nombre suyo. Lo que allí pude ver y comerme con los ojos no tiene nombre ni parangón. Huérfanos de todas las edades deambulaban sin rumbo con las miradas perdidas en la nada… Ausentes sus vidas, que se detuvieron el fatídico día. Hoteles convertidos en hospitales de campaña, que olían a formol y medicamentos, empapados de sangre, sudor y lágrimas. Era todo un poema apocalíptico, trágico y desangelado. Tremendo. Los campos verdes de arroz, arrasados por el salitre, parecían ahora campos de La Mancha en pleno agosto. Más su color no era el rubio de las mieses quemadas por el sol, sino el de un pardusco quemado y fangoso lleno de cadáveres y trozos a jirones despedazados de vidas ya pasadas.
Lo que cuentan los testigos es escalofriante. La tierra tembló durante treinta largos minutos, en una sucesión de once terremotos seguidos y sin tregua que zarandeó la tierra con una violencia jamás conocida en Japón. El día anterior había nevado, ya que esas tierras del norte son muy frías aún en marzo. Y la gente, después de cada sacudida, no tenía opción de huir hacia ningún lugar posible. Frente a ellos el Océano y detrás las montañas de Fukushima: los elementos los atrapaban sin remisión.
Cuando por fin pudieron poner pie en tierra y muchas casas ya ardían en ascuas vivas, y los alaridos y los gritos de dolor acompasaban el trance, los postes de la luz cayeron derribados, al originarse un viento huracanado que se llevaba a los animales pesados por el aire cual mariposillas frágiles. En cierto momento se abrió el cielo en canal y comenzaron a granizar bolas de hielo enormes y duras. Todo esto ocurrió en el transcurso de una sola hora infernal que, como colofón, acabo con el In-Pacífico a veinte metros por encima de ellos, causando destrozos demoníacos y endiablados. No pudieron darse cuenta de que venía el mar hacia ellos. El ruido ensordecedor de los granizos, el silbido mortífero del huracán y los lloros, quejidos y gritos desesperados, acabaron anegados para siempre en el fondo del valle.
Yo he vuelto, pero algo de mí también se ahogó para siempre en Fukushima…
Posdata: Y digo yo que qué hace el hombre aún luchando con los problemas nucleares… ¿No tenemos bastante ya?
Antonio Canales
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